Volver a Asturias siempre me da un poco de pereza por el tema de la meteorología. Porque si echas un vistazo a los partes meteorológicos parece que está lloviendo permanentemente. De cualquier forma, hay otras cosas en Asturias que me ‘obligan’ a pasarme por allí de vez en cuando, como su gastronomía, que no tiene parangón. Fue en los fogones de alguno de los restaurantes de un pueblo marinero donde empecé mi carrera como cocinero.
No tuve ninguna formación teórica, sólo práctica: primero viendo a mi madre cocinar y después en mi primer restaurante. Allí aprendí a conjugar la eficacia con la calidad, mimando los productos autóctonos. Todavía recuerdo estar a primera hora por la mañana en el restaurante ayudando a descargar el pedido de distribucion de pota congelada para hosteleria. Los propios cocineros junto al jefe nos encargábamos de supervisar todo el género que recibíamos.
Está claro que tener un restaurante a menos de diez metros de la costa cantábrica ayuda a tener lo mejor si hablamos de pescado, pero también sé por experiencia que no es oro todo lo que reluce. Por suerte, yo siempre trabajé con jefes y chefs honestos en mi época asturiana y así aprendí a no dar nunca gato por liebre, aunque en ocasiones nos costará tener menos clientes que el restaurante vecino. Pero ya se sabe que la calidad hay que pagarla, y nuestros socios como los de la distribución de pota congelada para hostelería eran de lo mejor de la zona.
Y ya en cocina pasábamos a elaborar nuestras clásicas recetas intentando aportar un poco de cocina de autor. Fue de esa forma como aprendí a ser más creativo en la cocina, además de preparar una buena fabada y un buen cachopo, que también tiene su miga, por supuesto. Pero no nos contentábamos con sacar lo mismo de siempre. Y ese espíritu me lo llevé a Madrid cuando abrí mi primer restaurante de cocina asturiana de autor. Pero cuando noto que falta inspiración, allá al norte me voy, aunque siga lloviendo como en mi época.